"Rocky". ¿Una obra maestra del cine, dicen? Puede que sí, pero no porque se esfuerce en serlo, sino porque, como el propio Rocky Balboa, parece salir de la nada, tambaleándose, casi pidiendo permiso, para luego conectar un derechazo directo al corazón del espectador. Pero no nos engañemos: esto no es alta cultura ni pretende serlo. Aquí no hay florituras intelectuales, ni diálogos rebuscados. Esto es cine puro, hecho con las tripas y sin complejos.
La historia es tan básica que casi da vergüenza contarla. Un don nadie de Filadelfia, un tipo que apenas sabe leer y escribe mal, recibe una oportunidad única: enfrentarse al campeón mundial, un Apollo Creed tan carismático como arrogante. Lo que sigue es un relato de esfuerzo, sudor y sueños rotos, pero contado con tal autenticidad que uno se lo traga entero, sin chistar. Porque, digámoslo claro, "Rocky" no trata de boxeo. Trata de la vida, de esa sensación de estar siempre peleando contra algo, ya sea la pobreza, el fracaso o el simple hecho de que nadie cree en ti.
Y luego está Sylvester Stallone. ¿Un gran actor? Por favor, no me hagan reír. Pero aquí, en este papel, es perfecto. Stallone es Rocky. Su torpeza, su mirada perdida, su absurda ternura... todo en él grita que este tipo no está actuando, que este personaje es su propia autobiografía disfrazada de guion. Y quizá por eso resulta tan devastadoramente efectivo. No necesitas entender nada de cine para conectar con él, para sentir su rabia contenida y su desesperación por encontrar un lugar en el mundo.
La dirección de John G. Avildsen es funcional, sin alardes, pero con un sentido del realismo que sorprende. Filadelfia no es aquí una postal bonita; es un lugar gris, duro, lleno de rincones que huelen a fracaso. Y las escenas de entrenamiento... bueno, esas son pura magia. ¿Quién no ha sentido el impulso de salir corriendo por la calle al ritmo de "Gonna Fly Now"? Es cine que no se disculpa por emocionarte, por arrancarte de la silla y hacerte creer, aunque sea por un momento, que todo es posible.
Pero no todo es perfecto. La trama es predecible, sí, y el guion tiene momentos tan sentimentales que bordean lo ridículo. ¿Y qué? Eso es parte de su encanto. "Rocky" no intenta ser sofisticada ni sutil; te golpea con emoción cruda y te deja noqueado. Es el tipo de película que te hace llorar y sentirte bien por llorar.
En resumen, "Rocky" es un milagro cinematográfico, una película que no debería haber funcionado pero lo hace de una manera que parece inexplicable. No importa cuántas veces la veas, siempre te deja esa sensación de que, incluso cuando todo está en tu contra, aún puedes levantarte y seguir luchando. ¿No es eso lo que debería hacer el cine? Pues ahí lo tienen.
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