“Adolescencia” no es solo una serie: es una herida abierta. Cuatro capítulos. Cuatro planos secuencia sin respiro, sin cortes, sin anestesia. La cámara se desliza como un espectro, testigo implacable de un mundo donde la inocencia se rompe a gritos, donde la infancia se pudre al sol sin que nadie se atreva a mirar. El virtuosismo técnico es innegable, sí. Un alarde de precisión milimétrica donde cada movimiento, cada pausa, cada respiración está coreografiada con una exactitud brutal. Es cine que no se puede pestañear. Pero sería un error quedarse solo ahí.
Porque lo que cuenta duele. Y duele de verdad.
Un niño mata a una niña. Así, sin más. Y alrededor de ese núcleo envenenado, la serie nos arrastra por pasillos escolares cargados de tensiones invisibles, por casas donde lo no dicho se vuelve plomo, por oficinas policiales donde la impotencia es rutina. Adolescencia hurga sin piedad en las grietas de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado. Que no quiere preguntarse cómo es posible que un menor pueda asesinar a otro. Porque si lo hiciera, tendría que aceptar que el monstruo no vive en los cuentos, sino en los recreos. En las aulas. En las habitaciones con pósters y peluches.
Y entonces llega el tercer capítulo. Un escenario mínimo: una habitación cerrada, una psicóloga y el chico. Nada más. Pero ahí, en ese encierro cargado de palabras, se alcanza uno de los momentos más aterradores de la serie. No hay sangre, no hay gritos. Solo una conversación. Y,
sin embargo, es en ese cruce de frases —en esa mirada del niño que nunca baja la guardia, en esa calma helada que envuelve sus respuestas— donde uno siente un miedo hondo, casi primitivo. Como si la maldad tuviera voz de niño y se sentara contigo en el sofá a hablarte despacio, sin levantar la voz, como si nada pasara. Es el terror sin maquillaje. El que se mete en los huesos y no se va.
sin embargo, es en ese cruce de frases —en esa mirada del niño que nunca baja la guardia, en esa calma helada que envuelve sus respuestas— donde uno siente un miedo hondo, casi primitivo. Como si la maldad tuviera voz de niño y se sentara contigo en el sofá a hablarte despacio, sin levantar la voz, como si nada pasara. Es el terror sin maquillaje. El que se mete en los huesos y no se va.
Y ahí es donde la serie golpea, pero también tropieza.
Porque sí, la crudeza es necesaria. Pero la maldad aquí aparece casi como un don innato, una condena sin matices. El niño asesino es más figura de pesadilla que ser humano. Un ente frío, manipulador, hambriento de atención. Y eso —aunque sacuda— simplifica. Caricaturiza. Quien conoce de cerca ese “mundo” sabe que nada es tan limpio, tan blanco o negro. Que detrás de cada acto monstruoso hay historia, contexto, heridas. Y eso falta. Falta profundidad, falta verdad. La serie, en su empeño por impactar, a veces cae en lo efectista. En lo teatral. En lo exagerado.
Pero no se puede negar su ambición ni su poder. Porque Adolescencia incomoda. Remueve. Se mete bajo la piel y deja ahí una inquietud que no se va al terminar los créditos. Es una obra que quiere hablar del abismo bajo nuestros pies. De cómo las instituciones fallan. De cómo el silencio familiar es una forma de violencia. De cómo algo tan frágil como un niño puede romperse en mil pedazos y nadie recoge los trozos.
Quizás no sea perfecta. Quizás no entienda del todo el mundo que intenta retratar. Pero Adolescencia lo intenta con todo. Con las tripas. Con la rabia. Con la cámara como bisturí y el plano secuencia como cicatriz. Y aunque el fondo no siempre esté a la altura de la forma, lo que consigue es inolvidable.
Es una experiencia. Una punzada. Un grito sostenido durante cuatro capítulos.
Y eso —aunque duela— es arte.
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