La vida de Chuck


 La vida de Chuck: Una elegía fragmentada que baila entre la contradicción

"¿Me contradigo? / Muy bien, me contradigo. / (Soy inmenso, contengo multitudes)"
— Walt Whitman, Canto a mí mismo

Esta frase del poeta Walt Whitman funciona como llave maestra para entender La vida de Chuck, la última adaptación de una obra no terrorífica de Stephen King. Como en los versos de Whitman, la película abraza sus propias contradicciones: es melancólica pero vital, fragmentada pero coherente, discursiva pero emocionalmente directa. Y es precisamente en esa tensión donde encuentra su peculiar encanto, aunque algunos elementos de ejecución le impidan alcanzar la redondez que su ambiciosa propuesta merece.

El peso de Whitman y el fantasma de Keating

Pero antes de adentrarnos en la película, debo confesar algo: conocí a Whitman a través de Peter Weir y Robin Williams. Fue el profesor Keating quien me enseñó a escuchar esos versos, quien les dio vida arrancando páginas de manuales y subiendo a los pupitres. Y eso pesa. Pesa mucho. Cada vez que alguien recita Canto a mí mismo, cada vez que aparece Whitman en una película, me lleva inmediatamente a El club de los poetas muertos, a esa obra maestra que supo capturar la contradicción vital de vivir plenamente sabiendo que moriremos.

Este recuerdo, esta sombra inmensa, pesa inevitablemente sobre La vida de Chuck. Porque ambas películas beben de la misma fuente whitmaniana, ambas hablan de la vida como acto de rebeldía, ambas entienden que existir es contradecirse. Pero donde El club de los poetas muertos encontró la perfección en la mirada de Williams recitando versos mientras sus alumnos despertaban, La vida de Chuck lucha por salir de esa sombra sin conseguirlo del todo. No es culpa suya: es difícil competir con los recuerdos que moldean nuestra forma de entender la poesía y de nuestra educación sentimental.

La estructura tripartita: Tres actos, tres vidas

La película se construye como un tríptico invertido, narrando la vida de Chuck en orden cronológico inverso, desde su muerte hacia su nacimiento emocional. Es una estructura que demanda paciencia del espectador.

El primer acto nos sitúa en un mundo apocalíptico donde Chuck es apenas un nombre en carteles de agradecimiento que nadie entiende. Es el segmento más discursivo y abstracto, casi ensayístico en su aproximación al fin de los tiempos como metáfora del fin personal. Aquí la película se permite ser críptica, casi hermética, estableciendo un tono de misterio existencial que no todos los espectadores perdonarán. Funciona como prólogo filosófico más que como narrativa convencional.

El segundo acto es el corazón palpitante de la película: un largo, exuberante y catártico número de baile que convierte la pantalla en pura celebración de estar vivo. Es aquí donde la adaptación encuentra su voz única, alejándose del terror king-iano para abrazar algo más cercano al realismo mágico. Chuck baila, y en ese baile está toda la respuesta a las preguntas planteadas en el primer acto. No hay diálogos explicativos, solo movimiento, música y la comprensión visceral de que vivir es, en sí mismo, un acto de rebeldía contra el vacío. Es el momento más cinematográfico y memorable del filme, aunque las interpretaciones en este segmento no terminan de establecer la conexión emocional profunda que la secuencia requiere.

El tercer acto regresa a lo discursivo, cerrando el círculo con la juventud de Chuck, sus amores, sus pequeñas derrotas y victorias. Aquí la película se vuelve más convencional pero también más emotiva, aterrizando las metáforas previas en momentos íntimos y reconocibles. Sin embargo, es también donde aparecen algunos subrayados narrativos demasiado evidentes, momentos en los que el guion subraya lo que ya habíamos comprendido, restando sutileza al conjunto. Además, las interpretaciones en esta sección final no siempre logran anclar emocionalmente al espectador en la historia de Chuck, quedándose a medio camino entre lo genuino y lo esquemático.

Contradicciones whitmanianas

La frase de Whitman resuena en cada fotograma: Chuck, como todos nosotros, contiene multitudes. Es el hombre anónimo y el héroe de su propia historia; es el final y el principio; es baile y quietud. La película no teme contradecirse, cambiar de tono radicalmente, pasar del apocalipsis a la pista de baile sin pedir permiso. En eso reside su valentía y también su principal limitación.

Porque si bien esta estructura fragmentada refleja brillantemente la naturaleza contradictoria de una vida humana, también genera una sensación de desconexión. Y cuando a eso se suma que las interpretaciones en los actos segundo y tercero no consiguen del todo tender ese puente emocional con el espectador, la película queda suspendida en un lugar incómodo: admiramos su ambición, pero no nos entregamos completamente a ella. Le falta ese pegamento narrativo y emotivo que hizo de Cuenta conmigo (Stand by Me) una obra maestra: aquella película también hablaba de la vida y la muerte, del paso del tiempo y la nostalgia, pero encontraba su universalidad en la especificidad de cuatro niños caminando por las vías del tren, interpretados con una verdad que traspasaba la pantalla.

Y quizá, siendo brutalmente honesto, también le falta ese momento que te cambia la forma de ver el mundo, ese instante en que el profesor Keating sube al pupitre y todo cobra sentido. La vida de Chuck tiene momentos hermosos, pero ninguno que te haga querer arrancar páginas o recitar poesía bajo la lluvia.

Veredicto: Bien construida, pero no redonda

Sí, es algo rara. Está bien, sin duda: tiene momentos brillantes, una propuesta formal arriesgada y un corazón sincero. Pero no llega a ser redonda. Quizá sea por las interpretaciones del segundo y tercer acto que no terminan de conectar emocionalmente, o por esos subrayados demasiado evidentes en el tramo final que rompen la sutileza. Quizá sea, también, porque cuando invocas a Whitman, inevitablemente invocas a las películas que lo hicieron antes y mejor. Pero te mantiene entretenido, curioso, involucrado. No es la mejor adaptación de King fuera del terror (ese honor sigue perteneciendo a Cuenta conmigo), pero es una de las más arriesgadas y singulares.

La vida de Chuck es una película que respeta la inteligencia del espectador, que confía en que el baile puede decir más que mil diálogos, que entiende que una vida no se cuenta linealmente porque no se vive linealmente. Es imperfecta, contradictoria, fragmentada. Como Chuck. Como Whitman. Como todos nosotros, conteniendo multitudes hasta el último baile. Solo que esta vez, algunos de esos bailes no llegan a conmovernos como deberían, y la sombra del profesor Keating recitando versos sigue siendo demasiado alargada.

★★★☆☆ — Una elegía bien construida pero no del todo redonda sobre el acto de vivir, que lucha por encontrar su voz bajo el peso de los recuerdos whitmanianos.

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