SIRAT

 

Hay películas que se terminan cuando se encienden las luces y películas que se quedan pegadas a la piel, como arena y sudor después de cruzar un desierto. Sirât es de estas últimas. Sales del cine, pero el cuerpo sigue allí, perdido entre bafles, polvo y un calor que no se va ni con la ducha. Es una de esas historias donde, como decía Nietzsche, “si miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada”: miras demasiado tiempo el dolor, la culpa, la violencia, y llega un punto en que ya no sabes si estás contemplando el abismo… o si el abismo se ha mudado dentro de ti.

Confieso que yo a Laxe no lo conocía. Entré casi virgen, con la vaga idea de “cine de festival”, de esos nombres que suenan en Cannes pero no en la barra del bar. Quizá por eso me sorprendió tanto lo que vino después. De repente, esta historia tan sencilla —un padre y un hijo buscando a la hija perdida en una rave del Sáhara— me obliga a hacer justo lo que no pensaba hacer: creérmela. No el 100% de la trama, que tiene cosas discutibles, sino el viaje, el cansancio, el miedo, esa extraña ternura que flota en el aire. Y, de paso, ese aviso nietzscheano que sobrevuela todo: quien lucha con monstruos debe cuidar de no convertirse en uno. Aquí los monstruos no llevan cuernos ni colmillos; son la culpa, la guerra, la derrota y esa necesidad ciega de seguir adelante aunque todo huela a final.

Que una película así haya sido elegida por la Academia para representar a España en los Oscar no es una anécdota, es casi una declaración de intenciones: mandar al otro lado del Atlántico no un producto amable y digerible, sino un viaje áspero, lleno de heridas abiertas. Y lo curioso es que, por lo que se va leyendo y oyendo, el tiro les está saliendo bien: Sirât está cruzando el charco con fuerza, acumulando críticas entusiastas, llenando pases en festivales y sonando en quinielas que hablan sin tapujos de que puede plantar cara seriamente al Oscar y a unos cuantos premios más. No es habitual que una película tan física, tan radical por momentos, conecte así con públicos tan distintos. Quizá porque, al final, el dolor, la culpa y la necesidad de encontrar a los desaparecidos se entienden igual en todas partes.

El corazón de Sirât es Sergi López, un actor que nunca ha necesitado gritar para imponer su presencia. Aquí arrastra una culpa antigua, una derrota silenciosa. Es de esos padres que llegan tarde a todo: tarde al duelo, tarde al cariño, tarde al coraje. Va cruzando el desierto como quien camina sobre sus propios errores. A su lado, el chaval —demasiado joven para algunas cosas que la película le coloca encima— funciona más como espejo que como personaje, pero cuando el niño se quiebra, algo se te rompe también a ti. Aunque racionalmente pienses: “esto, en la vida real, no aguanta un parte de Protección Civil”. Es lo que tiene el abismo: no siempre es verosímil, pero sí reconocible.

Y luego están “los otros”: esos raveros que, según cuentan y se nota, no son actores profesionales. Se mueven, hablan y miran como si la cámara se hubiera metido en su vida sin pedir permiso. Hay algo casi indecente en estar ahí, compartiendo sus risas, sus drogas, sus traumas y sus ganas de quemar el mundo bailando. Esa autenticidad es lo que hace que el desierto deje de ser postal y se convierta en una trinchera emocional. No son figurantes: son habitantes del mismo abismo al que se asoma el padre, el hijo y, de rebote, el espectador.

El sonido es otra liga. No es una banda sonora: es un estado físico. Los graves te golpean el estómago, la distorsión del techno se mezcla con el viento del Sáhara y los silencios —cuando la música cesa y solo queda el zumbido de la nada— duelen más que cualquier explosión. Entiendes perfectamente que todo el mundo hable del diseño de sonido: sin él la historia tendría la mitad de fuerza. Con él, la rave se convierte en misa negra, en ritual colectivo, en ceremonia por los vivos y por los muertos. Es el tipo de sonido que te hace sentir que la fiesta puede convertirse en una fosa común en cualquier momento.

Visualmente, Laxe filma el desierto como un infierno bello: minas sembradas bajo la arena, pueblos fantasma, caravanas destartaladas avanzando hacia ninguna parte. Y, entre todo eso, una secuencia que se queda grabada en la memoria: el coche  marcha atrás por una carretera de montaña, acercándose al acantilado, rozando el precipicio con una calma enfermiza. Es de las escenas más impresionantes que he visto en mucho tiempo. Ahí el abismo ya no es metáfora: lo tienes delante, asomándose al cristal del coche. Cada metro hacia atrás es una conversación con la muerte. Si alguna vez ha habido una imagen cinematográfica de “el abismo te devuelve la mirada”, es esa.

¿Tiene problemas? Claro que sí. Hay decisiones de guion que parecen forzadas para empujar la tragedia un paso más allá, la edad del hijo y su capacidad de aguantar ciertas situaciones cuesta de creer, y el propio desierto, tal como lo vemos, probablemente se los habría merendado antes que la guerra, el dolor o las minas. Y esa manera de dejar cabos sueltos, de negarse a “atar todo y bien atado”, irritará al que vaya buscando explicación, moraleja o consuelo. Aquí no hay manual de instrucciones ni final redentor. Hay heridas abiertas y poco más.

Pero precisamente ahí está la gracia, o la crueldad, de la película. Sirât te susurra que no siempre que buscamos encontramos; a veces nos perdemos y ya no regresamos. Ni al hogar, ni a la persona que éramos, ni a la fe en que el mundo va a recompensar a los que sufren lo suficiente. Y cuando crees que te va a ofrecer un puente sobre el infierno, descubres que no hay puente, que tienes que cruzarlo a pie, sintiendo cada piedra. Como en Nietzsche, te pasas dos horas peleando con monstruos —los del desierto, los del pasado, los de la paternidad fallida— y sales del cine preguntándote cuánto de monstruo hay ya en ti por haberte quedado mirando.

A mí, como espectador cansado de superhéroes invencibles y dramas calculados para llorar en el minuto exacto, me interesa más este tipo de cine imperfecto, que arriesga, que a ratos funciona como trance y a ratos como puñetazo. Si pueden, vayan a verla. Pero aviso: duele. No es para todos los públicos ni para todas las cabezas, al menos no para las que quieran salir del cine igual que entraron. Los demás, los que estén dispuestos a que el abismo les devuelva la mirada durante dos horas largas, quizá encuentren en Sirât una de esas pocas películas que se te quedan viviendo dentro.

 

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